Rayos Gama
Max se baja de su nave espacial con pisadas firmes. Se planta ante las puertas de cristal del enorme edificio Zeta y éstas se abren para él, sintiendo su presencia.
Lo recibe un familiar olor a limón, y el eco de una voz robótica le recuerda que está lejos de casa. La luz artificial de la estancia contrasta con el bello naranja amanecer que entra por los ventanales, y por mucho que Max quiera quedarse a admirarlo, tiene una misión que cumplir. Se adentra en el edificio con seguridad.
Sus pisadas siguen el ritmo de la voz robótica. Se mueve por pasillos estrechos, esquiva las puertas que se van abriendo y hace lo posible por evadir a las misteriosas criaturas de batas blancas que caminan por todo el lugar, sosteniendo tabletas y presionando botones con frenesí.
En el camino se encuentra con un grupo de compañeros guardianes a quienes les dedica una mirada cómplice. Algunos le sonríen, otros agachan la cabeza en una despedida silenciosa.
No se preocupen. Yo puedo hacerlo.
Al llegar a las puertas plateadas, lo recibe un señalamiento triangular. Tiene la imagen de una calavera y la leyenda “PELIGRO” debajo de ella. Max se obliga a tragar saliva. Es aquí donde le harán las pruebas. Tiene dos semanas que recibió el mensaje en su transmisor. En él, el Doctor Salgado le decía que sólo una persona en el universo sería capaz de sobrevivir al impacto de los nuevos Rayos Gama.
—Buenos días, Comandante Max —se abre la puerta.
—Buen día, Doctor Salgado —responde Max con seguridad––. Terminemos con esto.
Las puertas se cierran detrás de ellos. Suena el clic de un seguro. Adentro, la voz robótica que resuena en todos los pasillos no es más que un murmullo.
En medio de la habitación hay una camilla a la que apuntan tres máquinas de extremidades curiosas. Los disparadores, supone Max.
El Doctor le pide retirarse todos los objetos metálicos que lleve puestos, y luego le indica que se recueste. Max hace caso, pero con cada bolsillo que vacía, siente su corazón acelerarse. Ha hecho pruebas como esta muchísimas veces, pero nunca tan peligrosas.
Mientras termina de acomodarse, el doctor camina hasta el fondo de la habitación, a una puerta que a simple vista parece un clóset de intendencia, pero que en realidad es la entrada a la sala de comando. Los separa sólo una ventana de cristal. Por un micrófono, el Doctor dice:
—No sentirás nada, Max. Será sólo un momento, pero necesito que te quedes muy quieto.
Max asiente y levanta una mano con el pulgar arriba, lo suficientemente alto como para que el Doctor lo vea. Luego recuerda que no debería moverse y se apresura a regresar a su posición de antes. Coloca las manos a sus costados.
Los disparadores despiertan. La maquinaria se mueve sobre él haciendo que la camilla vibre.
––No respires ––dice el Doctor Salgado––. No te muevas.
Max contiene el aliento y cierra los ojos con fuerza. Saldrá vivo de esto.
La habitación se oscurece.
Saldrá vivo de esto.
Una luz.
Saldrá vivo de esto.
Max aprieta los ojos, encoge el cuerpo y lo pega tanto como puede a la camilla de metal. En cualquier momento llegará el impacto.
Los disparadores hacen ruido al jalar electricidad; su luz aumenta, y luego… Luego se apagan.
Max abre un ojo. Está vivo.
—Eso es todo, Max. Ya puedes moverte.
¡Está vivo!
Max respira de nuevo. El frío de la camilla lo reconforta.
Mamá se acerca y lo ayuda a enderezarse.
––¿Lo ves? Fuiste muy valiente.
El consultorio del ortopedista se llena de migajas de galletas.
––Todo está en orden. La evolución de Max ha sido muy buena. Yo creo que podríamos reducir las sesiones de fisioterapia a una vez por semana.
Mamá asiente y apunta todo en su agenda mientras Max mastica otra de sus galletas. Alguna vez alguien le dijo que las cosas se deben masticar por lo menos veinte veces antes de tragarlas. Nunca lo hace, pero en este momento se dedica a contar sus mordidas con paciencia; le parece que es de buena educación en un lugar tan importante.
El ortopedista toma un lápiz y una regla, y anota cosas sobre las radiografías que cuelgan de su pared. Dice algo de la prótesis y los centímetros, pero Max no pone atención; está demasiado ocupado pensando en que la imagen que tiene enfrente muestra no sólo huesos de verdad, sino que son sus huesos. Los rayos X son tan fascinantes como aterradores. Un escalofrío le recorre el cuerpo.
El proceso ha sido el mismo desde que tiene memoria: viaje al hospital, sala de espera, rayos X, sala de espera, consultorio. A excepción de esa vez que hizo una parada en el quirófano y creyó que no volvería a ver a mamá.
Durante esa época, todos en el hospital le recordaban que debía ser valiente. Y lo fue.
––Pues me parece que eso es todo, entonces.
Mamá asiente y cierra su agenda con entusiasmo. Max traga su bocado de galleta.
El ortopedista se pone de pie, le da un apretón de manos a mamá y luego le ofrece una palma a Max. Max le choca los cinco.
––Nos vemos dentro de un año, campeón.
Max se termina sus galletas de camino a casa. Las cosas siempre saben mejor cuando sobrevives a los Rayos Gama.
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